-¿Qué tal ha ido mamá?
Roderick recibió a su madre con un beso en la mejilla a la salida de la clínica. Sylvia sacó sus gafas de sol para combatir la fotofobia y se agarró del brazo de su hijo.
-Bien. La doctora me ha dicho que estoy estupenda. Pero odio tener las pupilas dilatadas, me dan la sensación de ser una vieja inválida.
La tarde era muy luminosa pese a la abundancia de nubes. Se podía respirar la llegada del verano en cualquier punto de la ciudad. Los pubs habían retirado por fin sus estufas exteriores y los clientes se apiñaban en las terrazas apurando la happy hour. Las ventanas lucían engalanadas con ciclámenes y pensamientos de vivos colores. El césped de los parques estaba repleto de jóvenes tumbados leyendo, sorbiendo un café en vaso de plástico o simplemente en grupo charlando mientras miraban al cielo.
A Rod y Sylvia les gustaba andar. La mesa no estaba reservada hasta una hora después. Justo el tiempo que tardarían en llegar dando un agradable paseo por el centro de Londres.
Una vez a la semana, coincidiendo con el día que Sylvia no daba clase, ella y su hijo pasaban la jornada juntos. Él se desplazaba hasta Richmond, y tras dar cuenta de una buena ración de comida materna, se iban andando hasta los Kew Gardens a pasar la tarde. Solían sentarse en un banco de madera que había bajo un roble centenario. Allí pasaban varias horas leyendo y charlando. Luego cenaban en casa, veían alguna película antigua y Rod pasaba la noche en su viejo cuarto.
Sylvia era consciente de la relación especial que tenía con Roderick. De entre todas sus amigas, era ella la única que mantenía un contacto tan cercano y regular con su hijo. Algunas le acusaban entre risas de no dejar que el pájaro dejara el nido del todo y comentaban que era contraproducente para los dos. En el fondo, ella pensaba que esas críticas veladas escondían un cierto toque de envidia, pero se cuidaba muy mucho de decirlo en voz alta.
En esta ocasión era Sylvia quien se había desplazado al centro para hacerse una revisión ocular rutinaria. Cenarían fuera y sería ella la que pasara la noche en casa de su hijo.
Rod había escogido un restaurante especializado en pescado cercano a su casa. Paul les había hecho la reserva personalmente porque, cómo no, conocía al dueño del local. El camarero les había acomodado en una mesa con un mantel de cuadros blancos y azules y espectaculares vistas al canal que Sylvia lamentó no poder apreciar bien.
- Mmmm, tenía razón el camarero, el lenguado está buenísimo, muy tierno, se me deshace en la boca. Habrá que dejarle una buena propina.
Brindaron con el vino de la casa, un suave blanco muy celebrado por ambos, por los planes de verano.
-Sí, sólo nos falta alquilar un coche. Por lo visto el aeropuerto está bastante lejos de Tarifa. Los apartamentos están a un paso de la playa y nos han dicho en la agencia que en junio el pueblo está aún tranquilo. Las hordas de surfistas europeos no llegan hasta un par de semanas después.
-Te va a encantar, ya verás, el pueblo es idílico y tienen un pescado excelente. Toda la región es espectacular. ¿Vais a hacer excursiones por la zona? Te puedo buscar información si quieres.
-No te preocupes hijo, Maureen se ocupa de todo. Desde que se ha jubilado pasa sus horas en Internet como una adolescente. En realidad nos viene muy bien que ella se encargue, así Maggie y yo nos desentendemos.
El día ya se había ocultado tras el horizonte y unas tenues luces iluminaban el local desde el techo proyectando unas sombras fantasmagóricas sobre las mesas.
-¿Al final te vas en verano o no? - Sylvia llenó los vasos de vino una vez más.
-No, no creo. No te he contado, la Time Out nos ha recomendado en un especial de verano que va a sacar junto con la oficina de turismo británica, por lo que creo que tendremos más follón de lo normal. Ya veremos.
A Sylvia le costaba entender que su hijo viajara solo. Llevaba más de 15 años haciéndolo, y se había recorrido un montón de países, más o menos exóticos, más o menos seguros sin ningún percance serio. Aún así, la soledad de su hijo le preocupaba un poco.
-Con lo guapo que eres, no entiendo esa manía que tienes de irte solo al otro lado del mundo.
Rod generalmente fruncía el ceño cada vez que se hablaba de su belleza, pero viniendo de su madre no podía dejar de escapar una media sonrisa.
-Bien sabes que no soy de las que opinan que un hombre no está completo sin una buena mujer detrás, pero según voy haciéndome mayor echo de menos cada vez más a tu padre. No es fácil envejecer sola.- Y desvió la mirada hacia el canal.
-Mamá, no digas tonterías. No estás sola. Me tienes a mí. A tu plena disposición además, sin mujer ni niños que me separen de ti.
-Yo no sé en qué piensan las mujeres de hoy en día dejándote escapar, la verdad.- Añadió en tono burlón zanjando el tema mientras le pedía con gestos la cuenta al camarero.
Al salir del restaurante las nubes se intuían gris plomizo y cargadas de lluvia en la ya casi cerrada noche. El viento comenzó a soplar fuerte agitando las hojas nuevas de los árboles.
Sylvia se agarró aún más fuerte a su hijo con las dos manos para no tropezar y resguardarse un poco del repentino frío. Seguía sin poder enfocar bien los objetos y la falta de luz entorpecía aún más sus movimientos.
Roderick vivía en el último piso de un bloque de cuatro plantas. Lo eligió principalmente por el enorme ventanal que delimitaba el salón en su parte más ancha. No había colgado cortinas ya que la intimidad la tenía asegurada al no haber enfrente ningún edificio así de alto y estar orientado de modo que no le entraba el sol directo en ninguna época del año.
La decoración era mínima más que minimalista. No le había dedicado un tiempo excesivo a vestir la casa. Poseía los muebles justos y necesarios. Un amplísimo sillón granate sobre una gruesa alfombra en tono ceniza era el único toque de color en un salón con paredes color gris claro.
La televisión plana de 50 pulgadas y un potente equipo de música con sus correspondientes altavoces daban el toque de modernidad. A los lados, en la pared, un par de posters enmarcados con las portadas del This is it de The Strokes y el Nevermind de Nirvana. Una mesa blanca con cuatro sillas a juego hacía de frontera entre la zona de estar y la cocina americana, igualmente blanca.
Aún así, la casa resultaba muy confortable y a Sylvia le encantaba sentarse en el sillón y charlar con su hijo mirando el horizonte de tejados y chimeneas londinenses.
-Mamá, ¿por qué crees que echas tanto de menos a Papá justo ahora? – Rod se había quedado inquieto con la anterior revelación de su madre.
-Cumplir años no es fácil hijo. Cada día te levantas con algún achaque. Normalmente son tonterías, pequeños dolorcillos en el cuello que no te dejan girarlo bien durante un par de días, un tirón en el gemelo al estirarte, lapsos tontos de memoria, las articulaciones que empiezan a quejarse de llevar tanta vida haciendo su trabajo…- inconscientemente se llevó la mano a la muñeca y la giró en círculo lentamente mientras seguía mirando al infinito. –Y me planteo situaciones que nunca me habían rondado la cabeza como ¿y si me caigo por las escaleras un día, quién me ayudará?
Rod levantó las cejas con incredulidad.
-Sí, ya sé lo que me vas a decir, pero no puedo evitarlo. Envejecer acompañado no sólo te ayuda en ese aspecto. En un año me jubilo en la universidad. Tendré muchísimo tiempo libre. Todo el tiempo libre del mundo. Estando tu padre podríamos dedicarnos a viajar por el mundo como soñábamos y ver con nuestros propios ojos todos esos sitios de los que sueles hablar. O simplemente disfrutar de los días que nos quedan estando juntos. Perdiendo la memoria juntos. Envejeciendo juntos…
A Rod se le ocurrían mil argumentos para animar a su madre, pero en el fondo entendía lo que quería decir. Mentalmente se propuso incrementar las visitas y los planes de cara al próximo año. Se acercó a ella y la abrazó mientras la besaba en la mejilla.
-Jo mamá, vaya manera más rebuscada de insinuarme que quieres nietos para no aburrirte…
Ambos se rieron a la vez con una carcajada idéntica. La misma risa que había enamorado al padre de Rod 40 años atrás…
A Rod le costó convencer a su madre para que durmiera en su habitación. Era lo más razonable ya que si tuviera que levantarse al baño lo tendría a un paso. De otro modo, en la habitación de invitados debería salir al pasillo para ir al aseo y no le parecía conveniente con la vista como la tenía.
Pasaban unos minutos de la medianoche cuando finalmente se acostaron. Rod se metió bajo las sábanas, apagó la luz y se puso los cascos para oír un concierto acústico que echaban en X-fm. Le encantaba oír música rodeado de silencio y oscuridad. De este modo se podía concentrar en cada nota, cada instrumento, cada giro de voz y ejercía de crítico musical para él mismo.
En mitad de la quinta canción oyó un golpe seco. Pensó que había sido en el plató de la radio. Algún micrófono que se caería al suelo. Algún tropezón de uno de los técnicos. Cosas del directo. Se preguntó si le molestaría al grupo. El cantante tenía fama de ser un déspota perfeccionista.
Unos compases más tarde volvió a oír otro ruido similar. Empezó a dudar que se tratara de algún incidente en la radio. Se levantó los auriculares y en ese momento le pareció oír la puerta de la calle.
No puede ser.
Igual se había dejado alguna ventana abierta y con la corriente se había cerrado de golpe.
Avanzó en la oscuridad hasta la puerta de entrada y vio que estaba perfectamente cerrada. Luego en el salón comprobó que todo estaba en orden.
Pese a estar ya casi convencido de que el ruido debía haber venido de la radio, decidió ir a preguntarle a su madre.
Al asomarse a la habitación la cortina empezó a agitarse bruscamente por la corriente que se acababa de formar entre la ventana abierta y la puerta.
-Mamá ¿estás despierta?- susurró.
El aleteo de la cortina hacía demasiado ruido para que le oyera. La luz de la calle iluminaba intermitentemente el cuarto.
Cuando se disponía a cerrar la puerta se dio cuenta de que la cama estaba vacía. Esperó a que la luz volviera a proyectarse sobre la habitación para cerciorarse antes de entrar del todo. Cerró la ventana y descorrió la cortina del todo.
-Mamá ¿estás aquí? –preguntó dirigiéndose al baño que estaba a oscuras y con la puerta entornada.
Al pegar la oreja a la puerta le pareció oír ruido de agua. Su madre estaría usando el inodoro.
-Perdona mamá, es que oí ruidos y salí a ver si había alguna ventana abierta.
Pero su madre seguía sin contestar.
-¿Mamá? ¿estás bien? ¿entro?
El ruido del agua fue su única respuesta.
-Mamá, voy a entrar, más vale que…
El espectáculo que le esperaba al encender la luz le impidió seguir con su frase.
Sylvia, en camisón, yacía tumbada boca arriba en la bañera. La barbilla contra el pecho, el pelo en la cara, brazos a los lados y el cuerpo sumergido en sangre hasta la cadera.
En apenas un par de segundos pasaron todo tipo de pensamientos por la cabeza de Rod que intentaban justificar la imposibilidad de lo que estaba viendo.
Cuando por fin sus músculos respondieron lo hicieron de forma brusca, aterrizando de rodillas a los pies de la bañera.
Quería gritar para despertarla, pero la garganta no le seguía.
Sin pensar en lo que hacía levantó la cabeza y pudo ver que le brotaba sangre del oído izquierdo. Le llevó los dedos al cuello como había visto en tantas películas sin saber muy bien dónde situar qué dedos de su mano para comprobar el pulso de su madre.
Al no encontrarla pensó en buscarlo en las extremidades, pero al sacar el brazo izquierdo del charco de sangre comprobó que tenía la muñeca completamente partida. La mano le colgaba inerte hacia atrás y la sangre salía a borbotones por la hendidura.
Rod soltó rápidamente el brazo como si le quemara, dio un respingo hacia atrás y empezó a temblar espasmódicamente.
Se dirigió al salón y, de alguna manera, consiguió marcar el teléfono de urgencias.
***
-¡Buenos días! ¿Qué tal se ha dado la noche?
Sadie Cooper lanzó el bolso y la cazadora sobre su mesa de trabajo mientras se dirigía hacia el hervidor de agua para prepararse su primer té de la mañana.
-Creo que deberías echarle un buen vistazo a esto.
Una pálida Jaimee le ofreció una carpeta con un detallado informe médico dentro. Mientras esperaba a que el agua se calentase, comenzó a leer el historial. Su habitual sonrisa fue sustituida por un fruncimiento de ceño.
-¿Desgarro de muñeca? – Sadie entornó los ojos mientras devoraba cada letra del informe en busca de respuestas.
-Llevo toda la noche investigando. Hace 20 días un joven de 34 años ingresa cadáver en el Richmond Royal tras desangrarse en un callejón por un desgarro total de muñeca. La semana pasada el Kingston recibe otro caso igual de un joven de edad similar. En ambos casos se halló el cadáver sobre una alcantarilla que fue la que, según se recoge en los informes, recibió la sangre derramada ya que no se encontraron los cuerpos en el típico charco de sangre.
Jaimee iba entregándole más y más informes a Sadie según hablaba. El nerviosismo con el que se movía y el estado de su mesa reflejaban la agitación de la noche.
-Y ahora esto. En 25 años nadie muere en Londres por esas circunstancias y ahora en menos de un mes van tres.
A Sadie le recorrió un escalofrío por la espalda mientras echaba su bolsita de té en la taza y le añadía el agua.
-Vaya, veo que no te has aburrido… - al ver el gesto cansado de Jaimee, Sadie se dio cuenta de que su compañera no iba a aceptar ningún toque de humor esa mañana.
-Vale, pero esta vez no es un joven, es una mujer de… - miró un par de folios para atrás- 64 años. No tiene sentido.
-Tienen que ser ellos. Tienen que haber vuelto, por lo menos uno. No hay otra explicación, pero ¿por qué ahora?
Sadie se sentó perpleja sobre su silla y dedicó unos minutos a leer toda la información recopilada durante la noche. Finalmente tomó una decisión. Lo primero era calmarse. Además, necesitaba tiempo para asimilar la noticia que llevaba tanto tiempo temiendo oír.
- Bueno, ya sé lo que vamos a hacer. –Jaimee la miró con gesto esperanzado – Tú te vas ahora mismo a casa a dormir un buen rato, yo sigo investigando y esta tarde nos vemos de nuevo y revisamos todo juntas ¿te parece?
Jaimee se resistió de palabra aunque sus pies se arrastraban hacia el perchero mientras hablaba. Estaba exhausta. La creciente tensión la había mantenido perfectamente despierta durante toda la guardia, pero ahora que podía pasar el testigo a Sadie, el sueño y los nervios la invadieron fulminantemente.
-Una cosa antes, ¿está la familia aquí aún? En el informe pone que ella no estaba sola y, al contrario que en los otros dos casos, murió en su casa. Me da que este caso no es más que una desafortunada coincidencia.
-Espero que tengas razón. Sí, me imagino que seguirán por aquí. Ya sabes cómo va la burocracia en este hospital.
-Bien, voy a buscarles. Tú a descansar. Llámame cuando te levantes.
Sadie entró en la sala que le habían indicado. Había dos hombres en ella. Uno, sentado y doblado hacia delante, apoyaba los codos sobre las rodillas y descansaba la cabeza sobre los puños. El otro, de espaldas a la puerta, miraba el amanecer por la ventana.
Al entrar, el chico que estaba sentado se puso de pie como un resorte y se acercó hacia ella con las manos en los bolsillos. Llevaba barba de tres días y el pelo rizado y alborotado, aunque daba la impresión de que esa era su imagen habitual. Sus ojos mostraban la típica tristeza y asombro que Sadie había visto tantas veces antes en tantas personas que pierden a un ser querido de forma repentina.
Esta era la parte más dura de su trabajo. Por lo general intentaba banalizar la situación de duelo y no llevárselo al terreno personal. Pero pese a sus largos años de práctica, no terminaba de quitarse la punzada en el estómago que la acompañaba en estos casos.
Respiró hondo y, con su tono más afable, le preguntó si era el hijo de Sylvia Danner. Negó con la cabeza y dirigió la vista hacia el hombre que seguía de espaldas mirando por la ventana.
Sadie volvió a tomar aire y se dirigió lentamente hacia el hijo. Al llegar a su lado, él siguió inmóvil. Como si estuviera solo en la habitación.
- Sr Danner, siento mucho lo de su madre. – nunca sabía bien qué decir en estos casos. Estaba convencida de que cualquier frase sonaba hueca, a formalismo barato. – Soy Sadie Cooper, médico forense del Hospital. Estoy aquí para agilizar cualquier trámite que quede pendiente y cerrar algunos datos que faltan para que pueda irse a descansar a su casa lo antes posible.
El hijo seguía sin moverse. Si no fuera porque parpadeaba, hubiera parecido una figura sacada del Madame Tussauds. De hecho tenía la apariencia de un actor de Hollywood. Era muy alto, delgado, ancho de hombros, nariz recta y bien proporcionada, ojos claros, mandíbula bien perfilada y pelo oscuro liso cayendo en mechones sobre la frente. Era un chico muy atractivo. Pero con la mirada perdida. Justo como una figura de cera.
Sadie preguntó al acompañante si le habían sedado, pero negó con la cabeza.
-¿Podría ayudarme usted entonces a terminar el papeleo? ¿Puede contarme lo que sabe?
El chico se volvió a sentar en la fila de asientos de la pared y comenzó a hablar de forma atropellada moviendo la cabeza de un lado a otro.
-No sé mucho. Me llamó cuando ya estaba aquí y apenas me dijo el nombre del hospital y que su madre había tenido un accidente. Vine aquí en cuanto pude y sé que habló brevemente con las enfermeras de urgencias, pero desde que yo estoy aquí no ha abierto la boca.
-Entiendo. Veo que la Sra. Danner tenía algo de alcohol en la sangre. No mucho, pero si lo unimos a su edad, la dilatación ocular y al tipo de heridas producidas, la hipótesis de accidente doméstico es totalmente plausible.
El chico asentía de forma automática a todo lo que decía la forense.
-Mmm. ¿El Sr. Danner está por aquí? – Sadie confiaba en poder extraer más información al viudo aunque cada vez estaba más segura de que era una coincidencia.
-¿El Sr. Danner? No entiendo.
-El marido de la víctima. Me gustaría intentar hablar con él.
-Ah. No, no hay Sr Danner. Sylvia no cambió de apellido al casarse. Siempre fue una mujer muy moderna. Su marido, Thomas Patterson, murió hace tiempo. Me temo que no podrá ayudarla.
-¿Thomas Patterson? ¿Ha dicho Thomas Patterson? – Sadie se quedó paralizada.
Claramente no podía ser una desafortunada coincidencia.
***